ADÁN SIEMPRE LA PASÓ MEJOR

Ser hombre es una tarea bastante más sencilla para un ser humano cualquiera, aunque todavía haya quienes alaben las “bondades” de la femineidad.
Desde niñas somos esclavas de los mandatos de género y sin entender bien por qué sólo aprendimos a jugar con cocinitas miniatura y Barbies perfectas, nos regalaron planchas de juguetes, bebotes regordetes y cochecitos color rosa chicle, aprendemos a lavarles la cola a nuestros hijos de plástico, a ponernos el delantal y, de vez en cuando, invitamos a algún adulto a tomar el té en la minúscula mesita que nos regalaron para nuestro último cumpleaños (también de color rosa chicle).
Con sólo 11 o 12 años comenzamos a padecer “dolores menstruales”, sobretodo cuando el grupo de amigos decide ir a la pileta de turno porque el servicio meteorológico acusa 36 grados centígrados a la sombra. ¡Demasiada exposición femenina a tan corta edad!.
De adolescentes, nuestros cuerpos se hacen un festín hormonal y nosotras sólo intentamos sobrellevar airosas esa etapa conflictiva, mientras que los muchachitos sólo se limitan a jugar picaditos en cuanto descampado encuentren.
En cuanto comenzamos a salir por las noches, descubrimos un nuevo inconveniente femenino: el baño de mujeres, digamos que en esta situación cotidiana y al parecer sencilla, una mujer sufre minuto a minuto aquella visita al toilettes mientras que el hombre sólo deberá limitarse a llegar hasta el baño en cuestión, bajar su bragueta, hacer sus necesidades, cerrar nuevamente su bragueta y volver al lugar (porque rara vez invierten tiempo en limpiar sus manos) cinco sencillos y prácticos pasos en los que invertirá en promedio, 15 minutos siendo generosas.
Nosotras en cambio, antes de partir invitamos a alguna de nuestras amigas para padecer juntas ese momento, llegamos, hacemos cola (porque por cada hombre en el baño masculino hay 15 mujeres en el nuestro) y hasta que llega nuestro turno intentamos mejorar nuestro aspecto frente al espejo cientos de veces.
Cuando por fin estamos primeras ingresamos y comenzamos a practicar una serie de malabares que jamás supimos que seríamos capaces de hacer, con el único objetivo de no tocar ninguno de aquellos asquerosos azulejos.
Con un pie levantamos la tabla porque indefectiblemente estará sucia, con el otro sostenemos el pantalón para que no roce el piso, con un dedo (nunca con la mano entera porque nos da asco) sostenemos la puerta y con otro de esos dedos intentamos mantener el equilibrio, en un intento desmedido por no salir de aquel minúsculo recinto con alguna enfermedad incurable, mientras que nuestra pobre amiga se dispone a sostenernos el abrigo, la cartera y vigilar que nadie intente entrar en el cubículo. (Y pensar que el chascarrillo habitual se basa en la necesidad de ir juntas al baño, ¡Qué ingratos!)
Una vez afuera, tenemos que volver a retocar el maquillaje corrido por tanto esfuerzo, no sin antes habernos “desinfectado” las manos sólo con agua, porque jamás encontramos jabón, para luego secarnos al viento, porque tampoco encontramos toallitas de papel. Para ese momento, ya pasaron unos 35 minutos desde que comenzamos con la osadía.
Rendidas volvemos a donde estábamos, deseando no tener la necesidad de volver a aquel desafiante baño de mujeres. Un poroto más para ellos, por supuesto.
Otro momento tortuoso en nuestras vidas es cada vez que nuestros nombres aparecen entre la lista de invitados del casamiento de turno.
Para poder asistir al evento, invariablemente invertiremos una semana entera en recorrer los comercios adecuados en la búsqueda desesperada de un buen vestido y unos buenos zapatos que sigan el tono, para luego dedicar otro tiempo considerable en los accesorios indicados.
Cuando por fin el equipo estará listo, reservaremos turno en la peluquería, en la que terminaremos haciéndonos también las uñas y el maquillaje correspondiente.
Una vez en casa, demoraremos aproximadamente hora y media en estar listas, mientras que ellos sólo demorarán 15 minutos en los que escogerán la vestimenta, limpiarán sus zapatos, se perfumarán y se encargarán de anunciarnos la partida. Demasiado despliegue cada vez que tenemos un compromiso importante.
Como si todo esto fuera poco también sufrimos ese dolor agudo del que somos víctimas por lo menos, cada 15 días: La depilación femenina.
Ellos en 5 minutos y con una hermosa y práctica maquinita de afeitar vuelven a ser lampiños, mientras que nosotras tenemos que disponer de dos horas, como mínimo, para suavizar piernas y muslos, limpiar el rostro de cualquier bellito indeseable, preparar las axilas para el verano y como si todo esto fuera poco, dejar listo el cavado para la próxima bikini. Así enunciado parece sencillo, de no ser por las dos veces al mes que tenemos que repetirlo sin ninguna variante y bajo pena de muerte. ¡Un exceso!
Ni hablar del dolor que, una vez más, sufrimos mensualmente. Aquel dolor que nos confirma que, aparentemente durante esos veintitantos días anteriores, hicimos bien la tarea y por el momento no tendremos que elegir nombres, ni comenzar con el acopio de pañales. Gran dolor, el de ovarios, como para sufrirlo mensualmente y por supuesto, otro síntoma que ellos jamás entenderán.
Ahora sí mis queridas, un panzazo para estas cuestiones de las diferencias, máximo dolor si los hay, en el mundo femenino: el parto inminente. Un hecho sin precedentes en la vida de cualquier mujer, sin embargo, no por ese temita de la importancia deja de ser dolorosísimos para nosotras que, acostumbradas a sufrir la injusticia femenina, una vez más nos vemos en la obligación de abrir las piernitas ante un extraño, pujar con fuerzas indescriptibles y dejar salir a nuestro pequeño cachorro, que por nueve meses estuvo dando vueltas por nuestras entrañas.
¿Hemos terminado? Jamás, la lista es infinita: sufrimos de várices, padecemos estrías, luchamos con nuestras suegras mientras dure el matrimonio, cada seis meses incomodamos nuestro cuerpo frente a los ojos despectivos de nuestro ginecólogo, exponemos nuestras mamas ante cualquier tipo de rayos y exámenes, planchamos nuestro pelo y le hacemos el brushing, cuidamos nuestro rostro para que de un día para el otro no se convierta en un “mapa económico”, libramos una guerra sin fin contra nuestras hormonas, damos de mamar, usamos tacos de 10 centímetros, vamos a reuniones de padres mensualmente, cuidamos anginas y fiebres y somos las únicas responsables de despertarnos de madrugada cada vez que el bebé llore por las noches y como si todo esto fuera poco, para entender lo difícil que es ser mujer, además tenemos que criar esos niñitos que en los próximos 18 años comenzarán a decirle a sus mujeres, los “histéricas” que son, lo mucho que hablan por teléfono y lo insoportables que se vuelve cuando “les viene”.
A ciencia cierta, pequeño desafío el que tenemos por delante. Sólo una alegría, la de escuchar, por algún rincón, que nuestras milanesas siguen siendo mejores que las de cualquier nuerita de turno. ¡Algún punto a favor teníamos que tener después de todo!

Por Julieta Gáname

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Como para encontrarle la vuelta al mundial!!! (se hace lo que se puede chicas!!!)